jueves, 25 de julio de 2019


Colegio Militante

 Luis tomÁs marmolejo cruz












Para Pedro Luis García






El que obedece está hecho de la misma pasta que el que ordena:
son cómplices, amantes y bailarán un vals eternamente

Guillermo Fadanelli, Educar a los topos






… “Gorostieta, Hernández, Marmolejo, Meléndez, Montelongo”,… El pase de lista a los nuevos cadetes del Heroico Colegio Militar nos provocaba una sensación entre ansiedad, temor y satisfacción por considerarnos desde ese momento parte de las fuerzas armadas del país y como los futuros comandantes en jefe. Recuerdo que era una mañana nublada, en la que un sol ansioso pero sin decidirse aguardaba tras un cielo gris, el que me acostumbraría a mirar durante los próximos treinta y seis meses en ese Distrito Federal de mis jóvenes e ilusionados años.

Muchos de los privilegiados cadetes nóveles, más tarde potros, fueron acompañados por sus familiares, que entre abrazos, sollozos y melancólicos recuerdos de infancia depositaban a sus vástagos tras la puerta número uno del recinto, en donde un oficial con un par de rayas en las hombreras, dos metros de estatura, capote almidonado, botones relucientes y zapatos de falso charol encarnaba el sueño de las féminas presentes y presagiaba en la imaginación de las modestas familias el destino de sus hijos.

Nos organizaron por estaturas: los monos en la primeras compañías, los enanos a partir de la octava hasta la treceava; me quedé en la octava compañía aunque en la primera sección (con unos centímetros apenas y alcanzo la séptima y me olvido del país de los gnomos), pero mi destino estaba sorteado y mis verdugos esperaban con ansia. Las secciones se componían de tres pelotones y la compañía de cuatro secciones y un pelotón de banderos, integrantes de la banda de guerra. En cada pelotón había cinco de primer año, tres de segundo y dos de tercero; de estos dos últimos, uno era el sargento del pelotón: Raúl Azcona.

Tres meses de adiestramiento básico militar nos mantuvo a raya del resto de la compañía, y a pesar de la alberca a las cinco de la mañana, el comedor a las seis, el nuevo ritmo de ejercicio físico, el estorbo que representaban los cinco kilos del fusil automático durante las tres cuartas partes del día, además de la rutinaria, molesta e interminable práctica de marcha en las horas de sol, fueron meses de picnic, como ya nos lo anunciaban los semidioses del Colegio –los cadetes de segundo año–, en donde los momentos más intensos los protagonizaron Zarazúa en el comedor a las seis de la mañana (ensuciando con sus ácidos gástricos el pasillo al observar cuando nos servían el desayuno, lo que nos espantó el poco apetito a los restantes por tan desagradable escena), Mascorro en pleno adiestramiento de marcha (aventando su arma por un lado, mentándole la madre al oficial a cargo y saliendo a paso semiveloz, sin maleta ni nada, directo a la puerta principal) y Rentería que fue descubierto después de esconderse por más de tres horas en el baño de la fosa de clavados (y que protagonizó, a continuación, una escena nada decorosa en el trampolín de diez metros ante las miradas de todos).

Pasados los tres meses, una nueva y poco acogedora etapa nos esperaba, ya sin Rodríguez de mi pelotón, ni sin cuatro o cinco compañeros más, que observaron astutamente que ir a una universidad pública, ver a una chica tres o cuatro veces semanalmente, salir a cualquier parte que se les antojase a la hora que quisieran, o rascarse los miembros inferiores frente al televisor, presagiaba una vida más acogedora por lo menos durante los próximos años; así que algunos de ellos nos desearon suerte con cierto grado de respeto en sus miradas, pero sin una pizca de envidia, y se marcharon. A otros por su parte no se les vio ni la sombra, cuando la vigilancia del día reportó sus lockers vacíos.

En las próximas tres semanas también Herrera abandonó mi pelotón, pero en cambio llegó Salazar, un cadete extemporáneo, que ingresó casi cuatro meses después por no muy claros motivos y por desconocidos medios o métodos; le asignaron la cama que había sido de Rodríguez, a mi lado, pero también al lado de José Trinidad Rasgado Hernández, La Perra, apodo que había adquirido apenas unas semanas atrás por ser considerado el más “caliente” entre toda su antigüedad (es decir, su generación), lo que en pocas palabras significaba que era el menos buena gente entre la élite de verdugos del Colegio Militar. Debo aclarar que a los que de verdad temíamos, con los terrores más profundos en nuestros sueños, no era a los de tercer año, que de alguna manera ya estaban más allá del bien y del mal y que sólo tenían que ordenar sin inquietarse para que sus deseos fueran cumplidos, sino a segundo año, los cuales aplicaban en la nueva generación de potros, las técnicas aprendidas en su propia persona, creando una mezcla de odio y temor muy grande, hasta el grado de que en una ocasión se levantara dormido Fonseca –de primer año– pasada la media noche, se pusiera a gritar, llorar, patalear y al último cantar en una lengua remota surgida de territorios antiguos y tiempos de terror –y que no se le entendía ni tantito–, fuera llevado entre brazos a la enfermería y trasladado posteriormente al Hospital Militar, en donde su peculiar episodio fue diagnosticado como reacción postraumática por estrés (lo que le valió el apodo de ahí en delante de El Loco).

La Perra pertenecía al gran sector de los que han sufrido exclusión o vejaciones durante tiempo prolongado, pero una vez que la historia invierte los papeles de poder, aunque todos esperarían que por haber experimentado dichos males no los desearían a otros, los aplican con bríos renovados y dosis extras. Oriundo de Matías Romero, Oaxaca, La Perra tenía por fin, después de largos años, el poder que no había pensado tener sobre otros, allá en su pueblo natal cuando cuidaba animales que ni siquiera eran propiedad de su familia, pues su condición humilde llevaba a que sus miembros aspiraran a ser simples mozos. Pero un día pastoreando, observó el paso de una compañía de infantería que maniobraba por la zona en busca de cultivos de mariguana, y fue ahí donde sintió la primera atracción por la perrada del ejército. “Eso es lo que quiero ser”, se dijo; tres años más tarde se alistó en el regimiento de artillería de la zona, y sólo seis años más tarde –después de dos intentos frustrados– La Perra consiguió ingresar a la escuela de oficiales.

Con la llegada de Salazar menguaban las dosis de tortura repartida entre los potros, los cuales eran, por orden de camas: Jiménez, que ocupaba la tercera, después de Raúl Azcona, el sargento de nuestro pelotón, el primero de la primera sección, y después de Alvarado, el más destacado académicamente de segundo año del pelotón y de la compañía, que ostentaba el grado de cabo de cadetes con dos distinguidas cintas doradas, una en cada manga de su guerrera, pero con menor brillo que las cuatro cintas doradas ostentadas por Azcona –dos en cada manga– que lo elevaba sobre los demás y que hacía que le fuera molesto incluso desgastar su voz para emitir alguna orden; en seguida de Jiménez dormía Enríquez, también potro y la causa constante de nuestros interminables castigos colectivos; a continuación dormía otro cadete de tercer año, Fadanelli, un cadete segundón, apático y conformista que no ostentaba ninguna cinta en su guerrera pues se contentaba con que los de grado inferior a él le mostraran simuladas reverencias; después de Fadanelli seguía Echavarría, la gloria del ajedrez del Colegio Militar, mérito que lo hacía merecedor de una cinta dorada en su guerrera, destinada a los cadetes de primera, y que lo colocaba en una situación de relativo confort respecto a sus compañeros, excluyéndolo de las prácticas de marcha, el acondicionamiento físico, la fosa de clavados, las prácticas de tiro, etc., pues los trofeos obtenidos le autorizaban para recluirse durante estas horas en la biblioteca a practicar su juego, pero a diferencia de Fadanelli que ya había ascendido al panteón de los dioses del Colegio Militar, Echavarría practicaba su vileza, odio, rencor y maldad periódicamente con nosotros, según él, para no perder la práctica. A continuación de Echavarría se encontraba mi cama, de potro propenso a buscar como los roedores cualquier hueco donde dormitar algunos minutos, ya fuera el propio locker cerrado por dentro, las escaleras del cuarto piso de la sección de lavado de ropa (a la cual subían poco, por encontrarse ahí máquinas en mal estado, herramientas de mantenimiento y otros objetos que no alcanzaba a ver tras las puertas de cristal blancuzco) o las jardineras de la sección ecuestre, en donde me había convertido en viejo conocido de arañas, ratas y lagartijas por mis periódicos encuentros con ellos entre sueños idílicos. Después de mí dormía Salazar, el recién llegado, protagonista, mártir y verdugo de nuestra historia; y cerraba el pelotón La Perra, la otra cara de esta historia, y también protagonista, mártir y verdugo. También estaban, por supuesto, las camas vacías que ya solo habitaban fantasmas de cadetes muertos,… los recuerdos de desertores, marcas de graduados y una perpetua melancolía de una juventud gastada entre el amansamiento espiritual, el protocolo continuo y los juegos de poder, en una réplica infinita.

Azcona nos reunía periódicamente, a los de primer año, para endilgarnos algunas chiludas[1] o para darnos sermones sobre nuestros deberes militares, los hábitos cotidianos, la fuerza de voluntad, lo que significábamos para nuestras familias, la reivindicación de su autoridad, las cuotas que debíamos cubrir tanto en efectivo como en especie, la repartición de encomiendas para la satisfacción de sus necesidades personales… A Jiménez le correspondía el lavado y planchado de su uniforme y el ciroleado[2] de sus botones e insignias, colocadas adecuadamente con gomas y plásticos por el reverso; a Enríquez, bolear sus botines (tarea nada sencilla la de convertir piel normal de zapato en charol) y arreglar su cama y su locker; a Salazar, conseguir su cena y sus antojos cotidianos en los casinos (pequeñas tiendas misceláneas atendidas por la tropa dentro de las instalaciones del Colegio) o en la unidad habitacional militar ubicada a cuatro kilómetros de las instalaciones en donde nos encontrábamos; y a mí, realizar sus tareas, apuntes e investigaciones de nivel secundaria, que tenían importancia de segundo orden en la educación castrense. La asignación de otras actividades para atender al sargento se turnaba y así ningún potro podía quejarse de la malicia, el sesgo o la imparcialidad de Azcona.

Por su parte Fadanelli se conformaba con que se le atendiese con el boleado de sus botines, el lavado y planchado de su uniforme y se le abasteciera de vez en cuando con antojos de comida, ya que él denotaba placer en arreglar sus insignias… o posiblemente su autoevaluación personal en cuanto a sus logros y el temor al juicio en las miradas de sus compañeros lo limitaban a que abiertamente le arreglaran la cama, el locker o lo auxiliaran en sus tareas. Para atender a Fadanelli, en un principio nos alternábamos semanalmente, pero resultó de gran suerte para nosotros que Enríquez durmiera próximo a él, pues aparte de que Enríquez fallaba o se rezagaba en muchas cosas (en el boleado personal, el planchado del uniforme, el ciroleado de las insignias, el arreglo de la cama o del locker, en el acondicionamiento físico,… por lo que se la pasaba apañando, es decir, sufriendo castigos), recién habíamos ingresado le había hecho mala cara a Fadanelli cuando este último le ordenó que le boleara sus botines. A partir de esto, Enríquez se ganó un trato especial por parte de Fadanelli, que aminoró en los demás potros la carga de trabajo y el desgaste económico. Afortunadamente –sobre todo para nosotros– Enríquez provenía de clase acomodada, y mantenerle la panza llena a Fadanelli ayudaba a que la situación no se saliera de control y reventara a Enríquez, lo que hubiera representado mal augurio para los demás.

Los meses fueron transcurriendo y el adiestramiento de dormitorio subiendo de tono. Pasado poco más de medio año en el Colegio Militar ya no era usual esperarse que el tratamiento de cocowash no hubiera surgido efecto en algún potro y que éste fuera a culearse[3] de que recibía algún trato indebido por parte de algún superior; los potros culeros o rajones ya se habían retirado todos, por propia voluntad o con algún estímulo que los impulsase un poco. El roce entre Fadanelli y Enríquez había quedado atrás, este último había logrado entender el carácter de su tercer año, sus puntos débiles, lo que debía y no debía hacer respecto a Fadanelli. Así, cada fin de semana que salíamos francos, Enríquez volvía con un suculento manjar para su tercer año, y cuando notaba que Fadanelli estaba inquieto, regresaba de clases al dormitorio con una coca cola que le aliviaba la ansiedad; pero sobre todo se portaba con el tercer año con el mayor temor y respeto delante de otros tercer año, actitud que no denotaba cuando estaban a solas, pues en esos momentos participaban de una complicidad que tal vez comparten quienes, sin conocerse a fondo o sin ser cómplices, se saben ladrones, asesinos o cobardes, y la simulación se vuelve su principal aliada.

Ahora, una nueva relación se fraguaba cerca de mi cama. Salazar caía en las redes del azaroso destino gracias a una serie de procesos impostergables en su sistema nervioso central: los núcleos del rafe en el tallo cerebral y el locus coeruleus en la misma zona, sistemas activadores e inhibidores del sueño, respectivamente (cómplices o antagonistas, según se vea, en diálogo o réplica constante), llevando a cabo su trabajo, traicionaron a Salazar después de que La Perra le encomendara un resumen de la segunda Guerra Mundial para el día siguiente. En este resumen el conflicto bélico terminaba sin que EUA ingresara a la guerra y con Alemania apoderándose ya de buena parte de Europa, por lo que La Perra fue reportado en el parte por incumplimiento de tareas, y esto le valió quedarse guardado el fin de semana.

Todavía el domingo por la noche, después de regresar de su fin de semana libre, Salazar durmió como lo venía haciendo, ya que el grupo de cadetes arrestados de fin de semana no eran devueltos a sus compañías sino hasta el lunes a las cuatro y treinta de la madrugada, pues durante las noches del sábado y el domingo dormían todos juntos en una sola compañía aullando uno de los más grandes placeres del Colegio Militar: salir franco el fin de semana.

Mientras arribaba a su locker, sólo escuché mascullar a La Perra:
—Ya te chingaste, pinche potro.
Las actividades durante el día siguieron su curso, pero al caer la noche La Perra nos reunió en el almacén de mantas.

—Ahora sí, pinches potros, ya se acabó el amor, aquí solamente quedan puras puchas que disque quieren ser soldados, y ya ninguno tiene derecho de culearse, ¿o no?, ¡pinches culeros!

Todos en coro: “¡Sí, mi cabo!”

Formamos una fila india mientras La Perra sacaba de alguna parte una tabla de metro y medio de largo por veinte centímetros de ancho, con un mango en un extremo; miré el rostro desencajado de Enríquez, que a su vez observaba el mío, cuando el trasero de Jiménez era bateado como una pelota de beisbol y éste aullaba del dolor como perro apaleado.

—Pinches potros culeros, cierren bien la patas si es que quieren tener hijos putos como ustedes.

Seis tablazos por trasero. Enríquez que era el penúltimo en la fila le lloró de rodillas a La Perra para que no le propinara el sexto, y este último concentrado en Salazar empujó con la planta del zapato a Enríquez quien no lo pensó dos veces y salió arrastrándose de ahí. Dos dedos oprimieron el pecho de Salazar cuando éste también se disponía a salir:

—Aún no he terminado contigo, bella durmiente.

Salazar no pudo sentarse en dos semanas, simulando una posición sedente a la hora del comedor o en el salón de clases y buscando un pretexto para no asistir a la fosa de clavados el jueves siguiente. Se sobrepuso estoicamente a la tableada, al arresto del fin de semana siguiente, a terminarse en el comedor la fuente de frijoles para ocho cadetes él solo, a comerse las ocho naranjas de postre como si fueran manzanas, a tomarse tres litros de agua de excusado hasta vomitar, a no dormir casi nada por cinco días seguidos haciendo lagartijas, saltos en escuadra, posición de mortero[4] (con el cadete de guardia de segundo año a un lado, vigilándolo, para despertarlo cada que le venía el sueño). Lo que Salazar no sabía o no quería saber es que su pesadilla apenas empezaba.

Transcurrieron otras dos semanas, que Salazar soportó en condiciones casi similares.

—No mames, pinche Pinky –se quejaba Salazar–, ese güey me quiere chingar, y siento que ya no aguanto, cabrón.

—Pero es que no te le pongas al pedo, pendejo, ¿no ves que te va reventar?

—Es que por más que intento no puedo disimular el pinche odio que le tengo al hijo de la chingada, y más después de lo que nos contó Fadanelli de ese pinche guajaco.

—No mames, güey, el pinche Fadanelli es pura lengua, de seguro fue él el que se culeó y nadamás anda de hocicón, ¿no le ves la cara al puto?

—No, pinche Pinky, ya lo comprobé con el culero de Echavarría; le conseguí una torta y un chesco y me soltó la sopa: cuando era potro, la pinche Perra se culeó de su segundo año. A ese cuate le hicieron consejo de honor y lo mandaron a la chingada con todo y sus cintas de distinción… Y míralo ahora, ya se purificó el pinche culero y se las da de mucha fibra el pinche bato.

—Yo que tú, mejor le daba por su lado, pinche Araña, si no, no le va a bajar.

—Cómo le voy a dar por su lado, güey, si llevo tres fines de semana sin salir, el culo lo tengo reventado, y si no me ha dado una infección estomacal es de puro milagro; pero eso sí, que no se diga que soy un culero como él.

Las semanas siguieron transcurriendo y La Perra seguía trayendo entre ojo y ojo a Salazar. Llegaron los exámenes de medio curso y los resultados de primer año fueron pésimos; empezaron a correr los rumores de que los motivos eran porque no dormían y les agarraba el sueño en clase, porque no tenían tiempo para sus tareas atendiendo las de sus superiores, porque no se alimentaban bien a causa de las torturas en el comedor, que disque por excesivo estrés en los dormitorios. A esto se le sumó el episodio protagonizado por Fonseca que llegó a oídos de medio ejército, después de que estuviera bajo estudios en el Hospital Central Militar. Era hora de que los altos directivos del Colegio, como año con año, barrieran de la honorable alma mater del ejército a todos aquellos que no habían conseguido manejar con eficacia el sublime arte del cocowash en los cadetes nóveles, o en su defecto, que se habían excedido un “poquitín” en su trato.

Por esa época habían llegado las semanas de conferencias. En una nos proyectaron la representación de Tlacaélel, y un tal Velasco Piña nos habló de la importancia de este personaje en nuestros cimientos culturales y militares; pero más de tres cuartas partes del auditorio soñaba en esos momentos en el fin de semana, en que sus segundos años se lesionaban y caían en la enfermería por tiempo indefinido, en que despertaban siendo ya de tercer año, etc., Esas noches de auditorio se convertían en verdaderos oasis de sueño, una vez que apagaban las luces para hacer resaltar el escenario.

Cada vez que nos anunciaban en las actividades la visita al auditorio, los ojos de La Perra se clavaban en Salazar, con una mirada como de águila o pantera, como si presintiese algo de lo cual ya hubiese sido testigo, mientras que Salazar continuaba sus actividades como sin saber el papel a representar que el juego de azares le tenía preparado.

Pasaban de las ocho de la noche, acabábamos de regresar del último rancho y nos quitábamos el uniforme para ponernos en short y camiseta, cuando se escuchó por parte del cadete de guardia:

—Todos los potros de la octava compañía, sin excepción alguna, tienen diez segundos para estar en la puerta, uniformados y con capote: diez, nueve, ocho, siete…

Nos trasladaron al auditorio, cosa muy inusual, pues no estaba registrado en las actividades que indicaron por la mañana; sin embargo, ya había ocurrido en otras ocasiones que sin estar programado nos condujeran al auditorio para alguna representación, o porque algún conferencista confirmaba de último momento, o para algunas indicaciones generales, un exhorto o felicitaciones por parte de los directivos por el desempeño en algún desfile u otra cosa; pero ¿a deshoras?, eso no había ocurrido antes.

Cuando ingresamos ya estaba en el estrado el Coronel de Infantería diplomado de estado de mayor Fulgencio Segovia, comandante del Cuerpo de Cadetes, el tercero a cargo después del director y subdirector del Colegio.

—Jóvenes cadetes de primer año, los he mandado reunir aquí, fuera de las horas de actividades ordinarias y sin haberlo registrado en el parte de actividades para el día de hoy, por el siguiente motivo: me han llegado rumores de que en algunas compañías algunos de ustedes están siendo objeto de ciertos abusos por parte de sus cadetes de años superiores. Sépanse que la primera obligación del cadete es enseñar con su ejemplo a sus cadetes de grado inferior, instruyéndolos, orientándolos y exigiéndoles en la formación castrense, pero jamás abusando de su jerarquía para descargar en sus subalternos sus odios, rencores o frustraciones, o arrebatarles sus pertenencias que con tanto esfuerzo les envían sus padres. Por lo que no estoy dispuesto a tolerar ningún acto de este tipo, y si los he reunido aquí no es para que ustedes carguen con el papel de traidores, rajones o cualquier otro adjetivo que equivocadamente se les pudiera imputar. Quiero decirles, cadetes nóveles, de una vez y en forma clara, que aquí en el Colegio Militar no está permitido ningún tipo de abuso, por parte de quien sea, hacia un subalterno,… para los que pensaban lo contrario. Por lo que les pido, de hombre a hombres, de militar a militares, su apoyo para erradicar a todos aquellos cadetes que con sus actos delictivos manchan el uniforme de nuestro glorioso y honorable ejército mexicano. Por último, quiero que sepan, y esto es una orden para todos, que todo lo que aquí se hable, aquí se queda, soldados; y ya para terminar, y no me lo tomen a mal, pero de aquí no nos vamos, así nos amanezca, hasta que alguno de ustedes colabore con su ejército denunciando este tipo de atropellos.

Todos nos mirábamos a las caras y nos invadía una sensación entre miedo, vergüenza, protección, justicia y unos deseos enormes de desembuchar de un solo golpe todo lo que nos hacían; sin embargo, nadie decía nada, ni una palabra. Hizo falta que el coronel se dirigiera al pelotón de Fonseca, haciéndolo parar y cuestionándolos sobre los acontecimientos ocurridos dos meses antes; poco a poco fueron narrando sus experiencias, sin destaparse ni acusar a nadie en particular,… cuando de pronto pidió la palabra un potro de otra compañía, y lo soltó todo, dando santo y seña de su verdugo. Por un momento pareció que con esto era suficiente y nos retirarían al dormitorio, pero, tras unos comentarios que hizo el coronel con otros oficiales y cuando se disponía nuevamente a dirigirse a nosotros, ante la sorpresa de todo nuestro pelotón y nuestra compañía, una mano remota, infinita, irreconocible se alzaba por todos los aires; era Salazar.

—Mi coronel, soy el cadete de primer año Rubén Salazar, del primer pelotón de la primera sección de la octava compañía, y quiero denunciar a mi cadete de segundo año José Trinidad Rasgado Hernández, el cual…

Sentimos una mezcla de satisfacción, vergüenza, miedo, asco y alegría.

Regresamos al dormitorio; nadie comentó nada, ni los cadetes de segundo o de tercero nos preguntaron algo, ni siquiera Fadanelli, a quien le valía un reverendo cacahuate casi todo y no le importaba hacer algún cuestionamiento.

A la semana siguiente, nos volvieron a llevar al auditorio, sólo que esta vez a toda la compañía, incluidos segundo y tercero, y además, esta actividad sí estaba registrada en el parte de actividades del día, aunque sólo se anunciaba como actividad programada por la mesa directiva del Colegio; pero ya todos intuían el tono que dicho acontecimiento podía tomar. Cuando nos formaron por pelotones, vi el semblante de La Perra, en éste ya no existía la prepotencia y la fiereza que se observaban apenas unos días atrás; en la mirada que le dirigió a Salazar, el miedo y las ansias de piedad habían desplazado al odio: como seguramente se mira al verdugo en los escalones del patíbulo. Azcona nos reprendió:

—Fórmense rápido, pinches potros culeros. –Y dirigiéndose a Enríquez–: Órale tú, pinche flaco zorra,[5] no te digo más, porque si no te culeas, pinche potro,… pero apúrate, cabrón.

Cuando ingresamos al auditorio, en el estrado ya estaba colocada la mesa del Consejo de Honor, presidida por el director y otros jefes. A La Perra ya no lo dejaron ingresar por la puerta donde entraban los cadetes, lo condujeron por otra puerta, y en ese instante, en el que el oficial le hizo la seña para que se detuviera, observé que dos lágrimas eternas escurrían por las mejillas de La Perra; el tiempo se tornó lento, interminable; el suyo, el de La Perra, había terminado.

Le sumaron novecientos puntos de arresto por diferentes cargos en su contra, lo que significaba baja definitiva, pues el máximo de puntos de arresto que alguien podía acumular eran cuatrocientos noventa y nueve. El coronel Segovia le arrancó sus insignias una por una: manguitos de infantería, escudo del Colegio a un costado de la guerrera, insignias de latón del cuello y del pecho izquierdo, y sus cintas en los brazos que lo distinguían como cabo de cadetes; dos soldados de la policía militar lo acompañaron por sus pertenencias y luego a la entrada número uno del Colegio Militar, directo a la civilona (la vida civil).

De esto ya ha pasado casi un año, ya pocos se acuerdan –o nadie quiere acordarse–; son los archivos secretos de generales, jefes y oficiales del ejército. Aunque nosotros apenas hemos pasado a segundo año, somos semidioses del Colegio Militar. Los de nuevo ingreso terminaron hace dos días su curso básico de adiestramiento, y hace apenas una hora, segundo año de nuestro pelotón reunió a los potros en el cuarto de mantas; presidió el exhorto Salazar, que tiene ambiciones de ser sargento en tercer año y ¿por qué no? ayudante de compañía[6] (todos saben que se va a esforzar al máximo por ser el más “caliente” de nuestra antigüedad). En la arenga les dice a los cadetes nóveles:

—Ya se terminó su rélax del adiestramiento, pinches señoritas. A partir de aquí empieza el verdadero show, así que o aguantan la verga o se desertan, pinches potros culeros.

Yo por mi parte, aspiro por lo menos a que los de grado inferior simulen reverencias en mi presencia, como Fadanelli, pero a diferencia de él, no sé si yo tendré el valor de revelar el hilo negro de traiciones en esta gran casa del honor.


[1] En la jerga del ejército: anécdotas reales o inventadas.
[2] Pulido con un líquido especial para latón.
[3] Rajar, acusar.
[4] Boca abajo, en el suelo, apoyado solamente en las puntas de los pies y en los codos (con las manos en la cara).
[5] En la jerga del ejército: tonto, pendejo.
[6] El ayudante de compañía es el cadete de tercer año más destacado de toda su generación y es el único que es distinguido con seis cintas en su guerrera, tres en cada brazo.